lunes, 14 de mayo de 2007

MI REBE, TU REBE, EL REBE DE TODOS

Era un viernes a la tarde, como muchos otros. Estábamos terminando los últimos detalles antes de encender las velas de Shabat. El timbre nos anunció que dos de nuestros invitados ya habían llegado. Sara y Shlomo (un matrimonio que reside en Nueva York) entraron con una enorme sonrisa. Intercambiamos saludos en inglés y encendimos las velas juntas. Se sorprendieron al ver que la mesa estaba preparada para mucha gente. Antes de irse al Beit Hakneset (Sinagoga), ella me prometió una interesante historia sobre el Rebe durante la cena.
Después de recitado el Kidush, comido la Jalá e incluso disfrutado del primer plato, llegó el momento. Sara, simpatiquísima, comenzó su relato (que mi marido tradujo simultáneamente): Ella pertenecía a una familia tradicionalista de Nueva York. Con el tiempo, se había acercado más a las Mitzvot. Profesional, dedicada a computación, un domingo antes de Pesaj participó de una boda en el barrio de Crown Heights (donde había nacido). Una de sus amigas le dijo: “Sara, ya tienes más de 40 años. Es hora de casarte. El Rebe está repartiendo dólares allí enfrente. No pierdas tu oportunidad: ¡Pídele una Brajá!” Sara se cruzó a “770” (Central de Jabad Lubavitch Mundial). El Rebe estaba aún allí. Ya la fila no era tan larga. Cuando estuvo frente a él, se animó a decir: “Deseo una Brajá para encontrar mi shiduj” El Rebe le extendió un dólar diciendo: “Pesaj casher y feliz”. Ella comenzó a retirarse, pero el Rebe tenía más para decirle. Le extendió dos dólares más y agregó: “Entrégale estos dólares a tu novio la noche que te proponga matrimonio”. Era 1990. Sara tenía planeado un viaje a Israel. A pesar de las amenazas de guerra por la invasión de Irak a Kuwait, y de las recomendaciones de su madre de suspenderlo, ella siguió con sus planes. Uno de esos días, decidió que tenía que conocer la ciudad de Tzfat (norte de Israel). Se alojó en una residencia de Jabad en la ciudad y tomó un tour. El guía le llamó la atención. Era americano, parecía tener su misma edad, usaba kipá, tzitzit, era simpático. Pero... todavía no sabía si era soltero. Cuando le preguntó si tenía familia, él le respondió que ya era momento de formarla. Esa noche cenaron juntos. Una semana más tarde, bajo las estrellas de Tzfat, él le propuso matrimonio. Ella aceptó. De pronto, recordó que tenía algo que darle a su flamante novio. Fueron a la casa del Rabino de Jabad donde ella se alojaba, y frente a toda la familia, le entregó los dos dólares que el Rebe le había encomendado. Seis semanas después, se casaban allí, en el místico Beit Hakenset Habuhav. Hasta aquí una linda historia.
Pero al mirar los rostros de todos los comensales ese Shabat, sentí que había algo mucho más poderoso. Nosotros- que trabajamos en el ejército del Rebe, Sara y Shlomo (que se conocieron con mi marido a través de la página web de Jabad), una pareja de recién casados (ella hija de emisarios del Rebe en Australia, él hijo de emisarios del Rebe en Tucumán, Argentina), cuatro alumnas de Morashá Universitario, cada uno de los otros invitados, mi familia, teníamos algo en común. A pesar de nuestros diferentes standars de vida, edades y origen, estábamos juntos porque de una u otra forma, nos unía el Rebe. El Rebe que se preocupó para que ningún iehudí quede fuera. Mientras pensaba todo esto, recordé el cuadro del Rebe que estaba detrás de mí. No hizo falta que me volviera para mirarlo... sabía que nuestro Rebe estaba sonriendo.
Miriam Kapeluschnik

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